La Carta a Meneceo de Epicuro es el texto más conocido de este filósofo, siendo ésta un texto clave para entender su ética. La Carta se encuentra en las Vidas y Opiniones de Diógenes Laercio, él recogió tres cartas de Epicuro: Carta a Heródoto, entorno a la física; Carta a Pítocles, de meteorología; Carta a Meneceo, que versa sobre la ética y el buen vivir como mencioné. Esta última es de extensión bastante breve si se le compara a la primera carta, su estilo es cuidado y su composición literaria es mejor que la primera, su lenguaje no es tan «árido». No es un texto esotérico, es decir, un texto exclusivo para gente de la escuela de Epicuro y esto es notable que no es así por su estilo. Comienza la carta con una exhortación para filosofar, la filosofía se ofrece como un camino para la felicidad, para el cuidado del alma. No es extraña esta imagen de la filosofía como remedio para el alma, esto ya se nota desde Platón, la filosofía no es solo una ocupación o trabajo, es más que eso: es una actitud anímica, una necesidad del espíritu; por ello la exhortación al filosofar, ya que las enfermedades del cuerpo y el alma aparecen con regularidad, habiendo siempre esta necesidad de filosofar.
Esquema de la carta
En general, el esquema es este: comienza la carta con una exhortación a la filosofía (122); sobre la divinidad (123-124); sobre los verdaderos males de la vida y la muerte (124-127); un pequeño comentario sobre el futuro (127); el placer, los deseos, el dolor, la autosuficiencia y la prudencia (128-132), el Destino y la Fortuna (133-135). La numeración es según el libro de Laercio; la carta se encuentra en el Libro X, 122-135. La traducción es de Carlos García Gual, tanto del libro de Laercio como de la carta. A continuación, el texto.
Carta a Meneceo
Epicuro a Meneceo: ¡salud y alegría!
[122]. Nadie por ser joven vacile en filosofar ni por hallarse viejo de filosofar se fatigue Pues nadie está demasiado adelantado ni retardado para lo que concierne a la salud de su alma. El que dice que aún no le llegó la hora de filosofar o que ya le ha pasado es como quien dice que no se le presenta o que ya no hay tiempo para la felicidad. De modo que deben filosofar tanto el joven como el viejo: el uno para que envejeciendo, se rejuvenezca en bienes por el recuerdo agradecido de los pasados, el otro para ser a un tiempo joven y maduro por su serenidad ante el futuro. Así pues, hay que meditar lo que produce la felicidad, ya que cuando está presente lo tenemos todo y, cuando falta, todo lo hacemos por poseerla.
[123]. Lo que de continuo te he aconsejado, medita y ponlo en práctica, reflexionando que esos principios son los elementos básicos de una vida feliz. Considera, en primer lugar, a la divinidad como un ser vivo incorruptible y feliz, como lo ha suscrito la noción común de lo divino, y no le atribuyas nada extraño a la inmortalidad o impropio de la felicidad. Represéntate, en cambio, referido a ella todo cuanto sea susceptible de preservar la beatitud que va unida a la inmortalidad.
Los dioses, en efecto, existen. Porque el conocimiento que de ellos tenemos es evidente. Pero no son como los cree el vulgo.
[124]. Pues no los mantiene tal cual los intuye. Y no es impío el que niega los dioses del vulgo, sino quien atribuye a los dioses las opiniones del vulgo. Pues las manifestaciones del vulgo sobre los dioses no son prenociones, sino falsas suposiciones. Por eso de los dioses se desprenden los mayores daños y beneficios. Habituados a sus propias virtudes en cualquier momento acogen a aquellos que les son semejantes, considerando todo lo que no es de su clase como extraño.
Acostúmbrate a pensar que la muerte nada es para nosotros. Porque todo bien y mal reside en la sensación, y la muerte es privación del sentir. Por lo tanto el recto conocimiento de que nada es para nosotros la muerte hace dichosa la condición mortal de nuestra vida, no porque le añada una duración ilimitada, sino porque elimina el ansia de inmortalidad.
[125]. Nada hay, pues, temible en el vivir para quien ha comprendido rectamente que nada temible hay en el no vivir. De modo que es necio quien dice que teme a la muerte no porque le angustiará al presentarse sino porque le angustia esperarla. Pues lo que al presentarse no causa perturbación, vanamente afligirá mientras se aguarda. Así que el más espantoso de los males, la muerte, nada es para nosotros, puesto que mientras nosotros somos, la muerte no está presente, y, cuando la muerte se presenta, entonces no existimos. Conque ni afecta a los vivos ni a los muertos, porque para éstos no existe y los otros no existen ya. Sin embargo la gente unas veces huye de la muerte como del mayor de los males y otras la acogen como descanso de los males de la vida.
[126]. El sabio, en cambio, ni rehúsa la vida ni teme el no
vivir. Porque no le abruma el vivir ni considera que sea algún mal el no vivir. Y así como en su alimento no elige en absoluto lo más cuantioso sino lo más agradable, así también
del tiempo saca fruto no al más largo sino al más placentero.
El que recomienda al joven vivir bien y al viejo partir bien es
un tonto, no sólo por lo amable de la vida, sino además porque es el mismo el cuidado de vivir bien y de morir bien.
Pero mucho peor es el que dice: “Bueno es no haber nacido,
o bien una vez nacido traspasar cuanto antes las puertas de
Hades”.
[127]. Pues si afirma eso convencido, ¿cómo no se aparta
de la vida? Pues eso está a su alcance, si es que ya lo ha deliberado seriamente. Si lo dice chanceándose, es frívolo en lo
que no lo admite.
Hay que rememorar que el porvenir ni es nuestro ni totalmente no nuestro, para que no aguardemos que lo sea
totalmente ni desesperemos de que totalmente no lo sea.
Reflexionemos que de los deseos unos son naturales,
otros vanos; y de los naturales unos son necesarios, otros
sólo naturales; y de los necesarios unos lo son para la felicidad, otros para el bienestar del cuerpo y otros para la vida
misma.
[128]. Un conocimiento firme de estos deseos sabe, en
efecto, referir cualquier elección o rechazo a la salud del
cuerpo y a la serenidad del alma, porque eso es la conclusión
del vivir feliz. Con ese objetivo, pues, actuamos en todo,
para no sufrir dolor ni pesar. Y apenas de una vez lo hemos
alcanzado, se diluye cualquier tempestad del alma, no teniendo el ser vivo que caminar más allá como tras una urgencia ni buscar otra cosa con la que llegara a colmarse el
bien del alma y del cuerpo. Porque tenemos necesidad del
placer en el momento en que, por no estar presente el placer,
sentimos dolor. Pero cuando no sentimos dolor, ya no tenemos necesidad del placer.
Precisamente por eso decimos que el placer es principio
y fin del vivir feliz. [129]. Pues lo hemos reconocido como
bien primero y connatural y de él tomamos el punto de partida en cualquier elección y rechazo y en él concluimos al
juzgar todo bien con la sensación como norma y criterio. Y
puesto que es el bien primero y connatural, por eso no elegimos cualquier placer, sino que hay veces que soslayamos
muchos placeres, cuando de éstos se sigue para nosotros
una molestia mayor. Muchos dolores consideramos preferibles a placeres, siempre que los acompañe un placer mayor
para nosotros tras largo tiempo de soportar tales dolores.
Desde luego todo placer, por tener una naturaleza familiar,
es un bien, aunque no sea aceptable cualquiera. De igual
modo cualquier dolor es un mal, pero no todo dolor ha de
ser evitado siempre. [130]. Conviene, por tanto, mediante el cálculo y la atención a los beneficios y los inconvenientes,
juzgar todas estas cosas, porque en algunas circunstancias
nos servimos de algo bueno como un mal y, al contrario, de
algo malo como un bien.
Así que la autosuficiencia la consideramos un gran bien,
no para que en cualquier ocasión nos sirvamos de poco,
sino para que, siempre que no tengamos mucho, nos contentemos con ese poco, verdaderamente convencidos de que
más gozosamente disfrutan de la abundancia quienes menos necesidad tienen de ella, y de que todo lo natural es fácil
de conseguir y lo superfluo difícil de obtener. Y los alimentos sencillos procuran igual placer que una comida costosa
y refinada una vez que se elimina todo el dolor de la necesidad. [131]. Y el pan y el agua dan el más elevado placer
cuando se los procura uno que los necesita. En efecto, habituarse a un régimen de comidas sencillas y sin lujos es provechoso a la salud, hace al hombre desenvuelto frente a las
urgencias inmediatas de la vida cotidiana, nos pone en mejor disposición de ánimo cuando a intervalos accedemos a
los refinamientos y nos equipa intrépidos ante la fortuna.
Por tanto, cuando decimos que el placer es el objetivo final, no nos referimos a los placeres de los viciosos o a los que
residen en la disipación, como creen algunos que ignoran o
que no están de acuerdo o interpretan mal nuestra doctrina,
sino al no sufrir dolor en el cuerpo ni estar perturbados en el
alma. [132]. Porque ni banquetes ni juergas constantes ni
los goces con mujeres y adolescentes, ni pescados y las demás cosas que una mesa suntuosa ofrece, engendran una
vida feliz, sino el sobrio cálculo que investiga las causas de
toda elección y rechazo, y extirpa las falsas opiniones de las
que procede la más grande perturbación que se apodera del
alma.
De todo esto principio y el mayor bien es la prudencia.
Por ello la prudencia resulta algo más preciado incluso que
la filosofía. De ella nacen las demás virtudes, porque enseña que no es posible vivir placenteramente sin vivir sensata,
honesta y justamente, ni vivir sensata, honesta y justamente
sin vivir con placer. Las virtudes, pues, están unidas naturalmente al vivir placentero, y la vida placentera es inseparable
de ellas. [133]. Porque, ¿quién piensas tú que sea superior
a quien sobre los dioses tiene creencias piadosas y ante la
muerte está del todo impávido y ha reflexionado el fin de
la naturaleza y sabe que el límite de los bienes es fácil de colmar y de conseguir, mientras que el de los males presenta
breves sus tiempos o sus rigores?; ¿y que se burla de aquella
introducida como tirana universal, la Fatalidad, diciendo
que algunas cosas suceden por necesidad, otras por azar y
otras dependen de nosotros, porque afirma que la necesidad
es irresponsable, que el azar es vacilante, mientras lo que
está en nuestro poder no tiene otro dueño, por lo cual le
acompaña naturalmente la censura o el elogio?
[134]. »Pues sería mejor prestar oídos a los mitos sobre los
dioses que caer esclavos de la Fatalidad de los físicos. Aquéllos esbozan una esperanza de aplacar a los dioses mediante
el culto, mientras que ésta presenta una exigencia inexorable.
En cuanto a la Fortuna, ni la considera una divinidad
como cree la muchedumbre -puesto que la divinidad no
hace nada en desorden- ni una causalidad insegura, pues
no cree que a través de ésta se ofrezcan a los hombres el bien
o el mal para la vida feliz, aunque determine el rumbo inicial
de grandes bienes o males. [135]. Piensa que es mejor ser
sensatamente desafortunados que gozar de buena fortuna
con insensatez. Pero es mejor que lo rectamente decidido se
enderece en nuestras propias acciones con su ayuda.
Estos consejos, pues, y los afines a ellos medítalos en tu
interior día y noche contigo mismo y con alguien semejante
a ti, y nunca ni despierto ni en sueños sufrirás perturbación,
sino que vivirás como un dios entre los hombres. Pues en
nada se asemeja a un mortal el hombre que vive entre bienes
inmortales.
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Modelo de un Busto de Epicuro. |
Bibliografía Recomendada
Gual, C. G. (2002). Epicuro. Madrid, España: Alianza Editorial.
Laercio, D. (2013). Vidas y opiniones de los filósofos ilustres (Segunda ed.). (C. G. Gual, Trad.) Madrid, España: Alianza Editorial. Es en esta obra que se encuentran las cartas de Epicuro, específicamente en el libro X, el cual está dedicado solamente a Epicuro. la Carta a Meneceo está en este mismo libro (X) en 122-135.
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